La buhardilla de Kassandra

Un santuario donde atesoro mis proyectos decorativos... y algunas otras pequeñas maravillas que enriquecen el Alma

junio 11, 2011

La libertad de elegir

Durante gran parte de la historia de la humanidad, las mujeres vivieron literalmente encerradas entre cuatro paredes: crecían envueltas en el halo protector del seno familiar, donde se las entrenaba concienzudamente en todo lo que tuviera relación con las labores domésticas, y sólo abandonaban la casa paterna cuando llegaba el momento de contraer matrimonio y pasar a vivir constreñidas a los límites de su nuevo hogar, dependientes moral y económicamente del marido que les hubiese tocado en suerte (en cuya elección, vale decirlo, no necesariamente se tomaba en cuenta la opinión de ellas). Sin embargo, en las postrimerías del siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX, esas premisas cambiaron: poco a poco, trabajosamente, las féminas fueron conquistando el derecho a instruirse, a trascender el rol de meras amas de casa para hacerse valer en espacios laborales y profesionales hasta entonces reservados a los varones, y a participar activamente en la realidad política, económica y social de su tiempo, en igualdad de condiciones que aquéllos.

Hasta aquí, más o menos, lo que cuenta la “historia oficial”. Pero, ¿es realmente tan así?

Vayamos por partes. Es verdad que tradicionalmente se consideró que “el lugar de la mujer era la casa”, y que el trabajar fuera de la misma era una necesidad únicamente tolerada en los estratos más pobres de la sociedad. Pero ello se enmarcaba en un contexto donde lo primordial era la diferenciación de roles: mientras al hombre se le otorgaba la responsabilidad de ser el proveedor, de asegurar el techo y el alimento de su familia, la mujer era la sostenedora de esa estructura familiar, la encargada de velar por la salud, el confort y la unidad de sus integrantes y de educar a las nuevas generaciones. Y esa posición –tan denostada por las feministas, que la consideraban una especie de “esclavitud doméstica”– tenía no obstante ciertas facetas dignas de resaltar; en efecto, permitía a las mujeres gozar de un espacio propio, desarrollar muchas de sus habilidades innatas (en actividades tan variadas que iban desde la cocina hasta labores manuales como la costura, el tejido, el bordado, la jardinería, la cerámica e incluso artísticas como pintura, música o literatura) en un ámbito sereno y apacible donde ellas marcaban las reglas, y relacionarse entre sí y con sus maridos e hijos de una forma directa, cálida y afectuosa. Como yo lo veo estas señoras, lejos de ser “esclavas”, eran las REINAS DEL HOGAR.

Por otro lado, consideremos adónde nos ha llevado la tan mentada lucha por la “igualdad de oportunidades”: es cierto que hoy en día la mayoría de las mujeres puede aspirar a desarrollar una carrera profesional y acceder a un empleo tal como lo hacen los hombres. Pero también es verdad que, a semejanza de tareas y horarios, todavía se les paga mucho menos que a ellos, y deben esforzarse el doble para acceder a ascensos y cargos directivos frente a colegas masculinos a menudo menos capacitados y eficientes; y sobre todo, que tras cumplir una fatigosa jornada de ocho horas fuera de casa, esa misma mujer debe hacerse cargo de las agobiantes tareas domésticas de siempre (que siguen siendo consideradas su exclusiva responsabilidad), mientras asiste impotente –o aletargada– al hecho de que sus hijos crezcan y se formen en el entorno ajeno e impersonal de guarderías y escuelas de doble turno, o se conviertan en unos perfectos extraños alienados frente a la televisión, la computadora o el juego de video. Sí, mis amigas, la cruda realidad es que nos hemos dejado convertir en una suerte de patéticos robots multifunción, donde ya no hay espacios de solaz sino obligaciones y más obligaciones que nos dejan al cabo de la semana exhaustas, deprimidas y carentes de toda motivación, cargando sobre nuestras doloridas espaldas la culpa de intentar hacer tantas cosas al mismo tiempo que acabamos haciéndolas todas tarde y mal…

Que no se malentienda: no pretendo denigrar los aspectos positivos que nos ha traído la llamada liberación femenina. De hecho, estoy muy orgullosa de haber podido acceder a una educación terciaria que no solamente me ha proporcionado una invaluable independencia económica, sino que me ha permitido aprender a PENSAR con mi propia cabeza, un bien bastante escaso por estas épocas. Sin embargo, el tardío nacimiento de mi hijo (pasados los cuarenta) me indujo a cuestionarme si realmente deseaba continuar con la rutina que llevaba hasta entonces. Y en ese cuestionamiento, de pronto comprendí que si bien las mujeres hemos avanzado en algunas cosas, en el fondo aún jugamos bajo las reglas impuestas por una sociedad machista que sigue aprovechándose del terreno que consciente o inconscientemente le cedemos; únicamente se ha limitado a cambiarnos los parámetros, pasando del “no es decoroso que una mujer trabaje fuera de su casa” a un no menos imperativo “en las condiciones actuales, es inadmisible que la mujer no aporte un ingreso económico al hogar”

Pero además, permítanme decirlo, esa exigencia parte de una falacia. Porque si bien es verdad que en términos económicos cada vez se vuelve más oneroso mantener el estándar que la sociedad actual nos impone, no es menos cierto que muchas de las cosas que adquirimos con el dinero ganado a costa de tanto trabajo, no son realmente necesarias ni nos aportan una mejor calidad de vida. Nos movemos en medio de una vorágine consumista en la cual se nos bombardea desde todos lados con el mensaje de que tenemos que vivir trabajando para poder ganar más dinero, con el cual comprar más cosas que finalmente ni siquiera disfrutamos porque vivimos trabajando, y así en un círculo vicioso infinito… Sí, a primera vista parecería que prescindir del ingreso que nos da un empleo remunerado es un lujo que una mujer de hoy no puede permitirse. Ahora, las desafío a que me respondan lo siguiente: ¿se han puesto a calcular alguna vez cuánto dinero AHORRA la mujer que elige quedarse en casa en vez de salir a trabajar fuera? Yo sí lo he hecho, y el resultado no deja de asombrarme. En efecto, sumé lo que me costaría una guardería para mi bebé de un año y medio durante ocho horas, más el gasto que representaría comer los tres integrantes de la familia fuera de casa y por separado (sin entrar a avaluar la pérdida en calidad y variedad de alimentación que ello representa en comparación con la comida casera), más el importe de transportes de ida y de regreso cinco días a la semana, más el gasto extra que supone adquirir ropa y calzado acordes con la imagen laboral requerida, y puedo asegurarles que solamente considerando esos rubros básicos, alcancé una cifra sensiblemente superior a lo que la enorme mayoría de las mujeres trabajadoras percibe como salario…

Honestamente, creo que en el fondo todas sabemos eso. Pero hay otra realidad que a veces no nos atrevemos a admitir, y es que muchas eligen trabajar fuera (aunque terminen haciendo un pasamanos con el dinero) no tanto por el desafío intelectual que ello pueda suponerles, sino simplemente porque no toleran estar en casa todo el día haciendo quehaceres domésticos y soportando a los chicos. Lo cual también es una elección perfectamente válida, aún cuando las aludidas omiten expresarlo en voz alta por temor a ser tildadas de “malas madres” o de “poco femeninas”, ya que la misma sociedad que les exige luchar por convertirse en profesionales brillantes, a la vez les impone continuar siendo mártires de la maternidad y el espíritu hogareño…

Por eso hoy, a través de estas palabras, reivindico para la mujer el derecho a ELEGIR, libre y conscientemente, si prefiere ser una profesional exitosa o una “reina del hogar”, y a no ser juzgada ni condenada –sea a nivel familiar o social– por escoger una u otra opción de vida, en vez de morir en el intento por alcanzar la perfección en ambas, lo cual irremediablemente la lleva al fracaso y a la depresión. Y en lo personal, rescato con orgullo y emoción el ejemplo de mi madre, que desde su rol de simple “ama de casa” fue para mi hermana y para mí una presencia constante y amorosa, que tan pronto lavaba pañales en las frías mañanas de invierno (a mano, porque en ese entonces los lavarropas eran un lujo permitido únicamente a familias pudientes) como se ocupaba de la huerta y el gallinero que proveían nuestra mesa de exquisitos y nutritivos platos, aún en las épocas de mayor penuria económica; que nos hacía la ropa, nos cortaba el cabello y forraba nuestros cuadernos escolares, pero también pintaba paredes y puertas de la casa o restauraba muebles y objetos para decorarla con el máximo gusto y el mínimo costo; y aún le quedaba tiempo y energía para enseñarnos las letras y los números, inventar canciones y adivinanzas con que entretenernos en los días lluviosos, hornear y decorar con sus propias manos las tortas de cumpleaños o pasarse tardes enteras confeccionando disfraces para nuestras fiestas infantiles…

Tal vez muchos me consideren loca, pero después de haber desempeñado durante más de una década una profesión activa y dinámica que a menudo me llevó a amanecer en tres ciudades diferentes a lo largo de una misma semana, hoy elijo con absoluta convicción generarme un ingreso alternativo trabajando desde casa, para así tener la posibilidad de trasmitir a mi hijito los mismos ejemplos y valores que mi madre me trasmitió a mí (¡¡¡TE AMO, MAMÁ!!!) Y como prueba de que no soy la única en defender esta forma de vivir, rescato un hermoso texto posteado por Tracy, de The enchanted cottage, que me he tomado la libertad de traducir para compartir con ustedes (pueden ver el original en inglés aquí)

La Nueva Revolución

Como amas de casa, a menudo somos subestimadas y menospreciadas por la sociedad. Poco saben acerca del gran poder que detentamos mientras nos esmeramos en nuestras tareas cotidianas y vivimos nuestras vidas tranquilas en casa.

No necesitamos la chatarra envasada del supermercado. Sabemos cómo hacer nuestras propias mezclas y hornear maravillas con ingredientes mínimos.

Sabemos cómo preparar productos de limpieza caseros; los tóxicos limpiadores químicos se quedan en el almacén.

Elegimos no vestirnos al estilo moderno y superficial de hoy. Cosemos nuestras propias prendas o buscamos ropa linda y femenina en tiendas de descuento, de segunda mano o por internet.

Algunas de nosotras tenemos industrias artesanales, cuyos productos suelen ser de muy superior calidad a los que encontramos en el comercio.

Amamos a nuestros maridos e hijos y disfrutamos usando nuestra creatividad en construir un nido acogedor para ellos.

Educamos a nuestros niños en casa, porque deseamos trasmitirles nuestros valores, alentarlos a que persigan sus sueños, sean creativos, aprendan habilidades prácticas y se conviertan en librepensadores, en lugar de seguir ciegamente las normas de la sociedad.

Sabemos cómo estirar un dólar para vivir dentro de nuestro presupuesto.

Sembramos huertas de vegetales y hierbas, o compramos frutas y hortalizas frescas directamente en los mercados agrícolas.

Tenemos control de nuestro tiempo. Organizamos las tareas temprano en el día, y dedicamos la tarde a hacer cosas que disfrutamos: leer, escribir cartas o un diario, pintar, coser, tocar el piano o tomar el té.

Amas de casa, sean fuertes y valientes. Apaguen el noticiero nocturno y sintonicen con la Sabiduría. Ella las guiará por el camino de la paz. Ella nos ayudará a construir nuestros hogares con el fruto de nuestras propias manos. Todo trabajo es productivo; no claudiquen en el esfuerzo.

Átense sus delantales. Apronten sus armas y suministros –tazones de batir, cucharas de madera, palos de amasar, tarros de conserva, aguja e hilos, papel y marcadores, pintura y pinceles, trapeador y escoba, palillos y cestas de mimbre–. Pongan una alegre música casera... ¡y a trabajar!

¡Somos Hermanas de la Libertad, creando una Nueva Revolución!
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